Sesión 18 - 09/02/25
En la fortaleza de los Caballeros de Bellacor, los protagonistas aprovecharon el tiempo para reabastecerse y mejorar su equipo. Mientras tanto, Norgon transportó un escuadrón de Signifiers junto a Valeria con su recién dominado hechizo de viaje a través del Inframundo. Gracias a su nueva habilidad, completó la tarea en solo unas horas y regresó antes del anochecer.
A la mañana siguiente, partieron con un escuadrón rumbo a la aldea de los druidas, dejando Willsong como punto de encuentro en caso de que algo saliera mal. Viajaron durante la noche para llegar con la primera luz del día, pero a medida que se adentraban en el bosque, se hizo evidente que algo terrible había sucedido. La peste de Murgoth lo consumía todo, dejando árboles ennegrecidos y un hedor a podredumbre en el aire.
En el camino, se encontraron con una manada de Murglins, pequeñas criaturas parecidas al familiar que Murgoth entregó a Campbell. Aunque lograron espantarlas sin dificultad, supieron de inmediato que su presencia había sido delatada.
Continuaron avanzando hasta llegar a un claro donde les esperaba Albus, el antiguo amante de Elia y el mismo hombre encapuchado que encontraron en el distrito de la enfermedad. Junto a él estaban los druidas y acólitos de Murgoth, los mismos que habían propagado la plaga en la ciudad. En el centro del claro se erguía una gigantesca cabeza monstruosa, verde y putrefacta, con fauces abiertas que conducían al interior de una cueva.
Elia y Albus discutieron. Él insistía en que su visión era la única solución: un mundo sin dolor, donde todos fueran bendecidos por Murgoth, inmunes al sufrimiento. Recordó con amargura el día en que la Orden de Bellacor les quemó vivos, acusándolos de adorar a demonios. Para él, la guerra ya había sido decidida. No esperó más respuestas. Sin más, se retiró a la cueva a través de la estructura con forma de cráneo, dejando a sus seguidores para enfrentarse al grupo.
El combate fue feroz, pero los protagonistas lograron imponerse, sin embargo, dos acólitos lograron escapar. Sin perder tiempo, descendieron a la cueva.
El interior era un abismo de putrefacción y muerte. Cadáveres en diversos estados de descomposición y raíces cubiertas de musgo enfermizo se retorcían en las paredes. En el centro, Albus completaba su ritual. Su cuerpo se expandió grotescamente, su piel se volvió una amalgama de carne enferma y espinas. En cuestión de segundos, dejó de ser humano. El monstruo que emergió era una encarnación de la enfermedad.
Con un solo golpe, redujo a un caballero Pugnator a una mancha irreconocible contra el suelo.
Elara reaccionó de inmediato, conjurando maldiciones para debilitar al coloso. El resto del grupo atacó con todo lo que tenía, desgastando su resistencia mientras el monstruo los embestía con su carne ulcerada y su aliento fétido. Cada impacto de la criatura traía consigo un eco de sufrimiento, su mera existencia infectando el aire. Cuando finalmente lograron acorralarlo, el demonio detuvo sus ataques. Sus ojos enfermos, profundos como pozos de podredumbre, se fijaron en Campbell. Su voz, un susurro quebrado, resonó en la caverna. No imploró, no rugió de ira. Simplemente exigió lo que creía suyo: la devolución del cucharón de Murgoth y la vida de Elara.
Elara apenas tuvo tiempo de reaccionar antes de que la bestia la alcanzara. Con un movimiento brutal, el demonio atrajo el cucharón de la bolsa de Campbell y lo blandió con una fuerza descomunal. Ell arma improvisada se hundió en el costado de Elara con un sonido húmedo y desgarrador, golpeándola contra el suelo con una violencia aterradora. Su cuerpo se quebró al impactar, pero la criatura no terminó allí. Avanzó sobre ella con pasos pesados, levantando el cucharón como si fuera un arma de ejecución. Lo dejó caer con furia sobre su pecho, aplastándola con una fuerza inhumana. Un segundo golpe le destrozó las costillas. Un tercero la dejó completamente inmóvil.
Knux, consumido por la rabia, no le dio la oportunidad. Con una maniobra imposible, escaló el monstruo y, con un tajo brutal, hundió su espada y descendió rasgando su cuerpo de arriba a abajo. La abominación se desplomó con un alarido ahogado.
Pero la victoria tuvo un precio.
Elara había caído.
Elia y Knux, desesperados, intentaron proyectar sus almas al plano etéreo para verla una última vez. Su espíritu apareció ante ellos, sonriendo con la misma irreverencia de siempre. Les agradeció el tiempo juntos, y con una última despedida, desapareció en la bruma del más allá.
Norgon buscó frenéticamente algún hechizo de resurrección. Campbell, con el cucharón de Murgoth en la mano, contempló la posibilidad de usarlo para salvarla. Pero fue Elia quien les hizo entrar en razón. Elara estaba muerta. Nada podría cambiar eso.
La cueva comenzó a derrumbarse. Sin más opción, escaparon con los cuerpos de los caídos. Una vez fuera, dieron entierro digno a los soldados y a su compañera caída. Campbell, con la mirada perdida en el horizonte, sintió la presencia de Pharasma en el viento. La diosa había escuchado su súplica. El alma de Elara estaría protegida.
Mientras las llamas del funeral se extinguían, Campbell dejó atrás el Murglin que Murgoth le había otorgado. La criatura, ajena al duelo, jugaba con los restos del coloso caído. Con ese acto, Campbell rechazó completamente la bendición del Dios de la Enfermedad.
Tras el entierro, Elia tomó la iniciativa. Coordinó lo que quedaba del escuadrón de Bellacor y les ordenó marchar en ayuda de Valeria. El grupo, en cambio, continuaría solos hacia su próximo objetivo: encontrar a Rose y forjar una alianza con las elfas.
El viaje proseguía, pero ahora, con una sombra más en su corazón.