Sesión 10 - 19/10/24
El primer muerto cayó con un golpe seco. Un campesino infectado, su piel cenicienta y sus ojos velados por la enfermedad. Los protagonistas le atacaron por su apariencia monstruosa y acabaron con él. Un grito rasgó el aire: una mujer, también infectada, se lanzó sobre el cadáver y lo abrazó con desesperación, emitiendo un sollozo gutural y entrecortado. Alrededor, otros como ella comenzaron a reaccionar. Se alzaron, se tambalearon, y con un rugido de furia y dolor, atacaron.
El caos se desató en el distrito. Los protagonistas corrieron por las calles estrechas, con los infectados pisándoles los talones. Entre las barricadas que bloqueaban algunas vías, divisaron una caja de pólvora abandonada. Sin dudarlo, Elia arrancó una antorcha y la arrojó contra el explosivo. La detonación sacudió la ciudad, lanzando escombros y llamas en todas direcciones. Los gritos de los infectados quedaron ahogados por el estruendo, pero la onda expansiva también arrastró a los protagonistas, obligándolos a una retirada precipitada. Pronto, el fuego se extendió con rapidez aterradora, devorando el distrito como una bestia hambrienta.
Cuando alcanzaron la torre de investigación, encontraron su puerta sellada. No podían avanzar. Buscaron desesperadamente alguna forma de entrar y se refugiaron en una taberna cercana. Allí, la escena era macabra: cadáveres de varios infectados yacían esparcidos en la sala principal. Al fondo en una de las habitaciones, un animante colgaba de una viga. Había muerto luchando, pero no sin dejar algo tras de sí. En su cinturón, los protagonistas encontraron una piedra mágica, fría al tacto. Su propósito quedó claro al acercarla a la puerta de la torre: un suave resplandor envolvió la cerradura, y esta cedió con un chasquido. Antes de entrar, Campbell pidió a Pharasma ayuda para saber que les depararía allí dentro, a lo que sorprendentemente recibió una respuesta: el pasado de Elia.
Dentro de la torre, los protagonistas comenzaron a explorar. En una de las primeras habitaciones encontraron tres libros escritos en un idioma antiguo. Dos de ellos llevaban notas en la portada con palabras en su idioma: "Apagar" y "Absorber". Sin tiempo para descifrarlos, continuaron subiendo.
No estaban solos. En el segundo piso, les aguardaban los Acólitos de la Peste, envueltos en túnicas pesadas que ocultaban su piel deformada y purulenta. El combate fue brutal. Las nubes tóxicas que exhalaban los acólitos dificultaban la lucha, quemando la piel y los pulmones. Uno a uno fueron cayendo, y al arrancarles las máscaras, los protagonistas vieron la verdad: no eran monstruos, sino hombres mutilados por su propia fe a Murgoth, el Dios de la Peste.
Más arriba, la torre reveló sus secretos. Camas improvisadas con cuerpos enfermos yaciendo en ellas. En el despacho del líder de la investigación, su diario reveló la historia de su fracaso: había intentado transformar las almas de los habitantes en seres bendecidos por Murgoth, inmunes al dolor y dedicados al altruismo absoluto. Pero la transformación se había torcido. En lugar de alcanzar la trascendencia, sus víctimas quedaron atrapadas entre la vida y la muerte, condenadas a sufrir eternamente. Buscaba desesperadamente una solución en un subproducto de sus experimentos alquímicos, convencido de que su error aún podía ser corregido.
Al final del ascenso, encontraron el artefacto. Una máquina similar a la de Eldoria, esta vez irradiando una luz verdosa que envolvía todo el distrito. En su base, varias consolas mostraban opciones: APAGAR, ABSORBER, REDIRIGIR. Con el pergamino de traducción, Campbell pudo leer los libros que habían encontrado y descifrar las funciones de cada opción.
- APAGAR: Desactivar el artefacto, pero sin evitar que pueda ser reactivado.
- ABSORBER: Drenar las almas de todos los presentes en el distrito, salvo aquellos en la cima de la torre. Sus esencias serían trituradas y utilizadas para reparar las almas de los protagonistas, otorgándoles fortaleza. A cambio, los infectados perderían su existencia por completo.
- REDIRIGIR: Canalizar las almas hacia una isla al sur del continente, pero sin saber con qué propósito.
Mientras debatían, una voz resonó en sus mentes. Murgoth, el Dios de la Peste, les habló con un tono calmado y comprensivo. Lamentó la agresividad de sus seguidores y les ofreció una alternativa: si vertían el subproducto alquímico en un caldero conectado al artefacto, él les bendeciría. Les daría su fuerza sin desfiguraciones, inmunidad al dolor sin la corrupción de la enfermedad. También respondió a sus preguntas. Sus acólitos eran más resistentes, más fuertes. No estaba de acuerdo con los otros dioses del Apocalipsis, pero estaba obligado a cooperar con ellos. Y, sobre todo, consideraba a Hambruna como la mayor amenaza, pues su presencia destruía la vida que él quería preservar.
La oferta era tentadora, pero el grupo la rechazó. Murgoth, ofendido, prometió venganza. En ese instante, los acólitos que aún dormían en los pisos inferiores despertaron y corrieron hacia la cima. Pero fue en vano: el artefacto se activó y los consumió junto a todos los infectados del distrito. Una oleada de energía recorrió a los protagonistas, sintiendo en su esencia el poder de todas las almas sacrificadas.
Mientras intentaban recuperar el aliento, un resplandor iluminó la mano de Campbell: el sello de Pharasma brillaba con intensidad. Un no-muerto estaba cerca.
A través de la neblina verde, una figura emergió de las sombras. Un hombre alto, encapuchado, avanzó con paso lento, examinando la escena. Con un simple gesto, paralizó a Knux y sumió a Elia en un sueño profundo. Campbell, en un acto desesperado, bebió el elixir que había encontrado antes para evitar que el extraño pudiera usarlo. Sin inmutarse, el hombre lo agarró y lo sumergió en el caldero del subproducto, buscando una reacción en vano.
Knux, liberando su alma, intentó atacar desde el plano etéreo, pero la figura lo vio y lo esquivó con facilidad. Algo en ese ser desafiaba lo normal. Knux despertó a Elia y juntos intentaron hacerle frente, pero cuando ella atacó, el hombre no la golpeó en respuesta. En lugar de eso, sujetó su mano con suavidad y la apartó.
El hombre encapuchado suspiró. Aceptó su derrota y, sin más, se retiró en silencio, dejando atrás a los protagonistas, agotados, victoriosos… y con más preguntas que respuestas.